Francisco pontífice vitalicio. Pero sin “su” sucesor
“Todavía vivo”, sus palabras, luego de su última recuperación en el hospital, Jorge Mario Bergoglio hace todo lo posible por desanimar a quienes calculan su inminente salida de escena. Pero lo que está ocurriendo en este ocaso de su pontificado no presagia en absoluto una sucesión que le sea afín.
Un mes antes de Pascua, Francisco colocó a cinco nuevos cardenales en el concejo de nueve que deberían ayudarle en el gobierno de la Iglesia universal. Todos ellos son cercanos a él, unos más, otros menos, con el cardenal y jesuita Jean-Claude Hollerich a la cabeza, a quien también ha puesto al frente del sínodo mundial con el que le gustaría cambiar la estructura de la Iglesia católica, de jerárquica a asamblearia.
Muy activo en la promoción de un cambio de paradigma en la doctrina católica sobre la sexualidad, Hollerich es efectivamente el cardenal favorito de Bergoglio, aquél en quien muchos ven al sucesor que más le gusta. Pero también es el cardenal más en la línea de fuego, junto con el estadounidense Robert McElroy, también muy querido por Francisco. Uno y otro tachados públicamente de “herejes”, precisamente por sus temerarias tesis doctrinales, no por algún solitario profesor de teología, sino por otros cardenales del más alto nivel: ayer el australiano George Pell y hoy el alemán Gerhard Müller, ex prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
En Estados Unidos, el obispo de Springfield, monseñor Thomas J. Paprocki, competente en Derecho Canónico y presidente de la comisión de la Conferencia Episcopal sobre el gobierno de la Iglesia, ha llegado a sostener por escrito en la prestigiosa revista “First Things” que un cardenal “herético” también está automáticamente excomulgado y, por tanto, debería ser apartado de sus funciones por la “autoridad competente”, que en su caso es el Papa. El cual, sin embargo, no actúa, con la paradójica consecuencia de que “un cardenal excomulgado ‘latae sententiae’ por herejía podría seguir votando en el cónclave”.
Lo que encendió aún más este conflicto fue, sobre todo, la decisión de los obispos de Alemania y Bélgica de aprobar y practicar la bendición de parejas homosexuales, prohibida por el dicasterio para la doctrina de la fe, pero luego permitida por el Papa, que inicialmente había respaldado la prohibición. Con el resultado de que, en esta y otras cuestiones, el propio campo progresista se ha visto descompaginado: por un lado Hollerich y McElroy, y por otro Walter Kasper, histórico oponente de Joseph Ratzinger en teología, y Arthur Roche, prefecto del Dicasterio para el Culto Divino y enemigo implacable del rito litúrgico antiguo, ambos cada vez más críticos con los excesos de los innovadores, porque “no se puede reinventar la Iglesia” a riesgo de “caer en un cisma”.
Ciertamente, en el plano comunicativo los innovadores dominan la escena. Recitan un guión escrito totalmente desde fuera, por la “corriente dominante” laica, que les recompensa con razón. Pero luego, cuando se va al grano dentro de la Iglesia, resulta que los innovadores no son mayoría ni siquiera en Europa.
A finales de marzo, la elección del nuevo presidente de la Comisión de las Conferencias Episcopales de la Unión Europea sorprendió a muchos. El presidente saliente era el cardenal Hollerich, y para sucederle estaba en carrera el arzobispo de Dijon, monseñor Antoine Hérouard, hombre de confianza del Papa, quien ya había recurrido a él para inspeccionar y dirigir una diócesis tradicionalista, la de Fréjus-Toulon, y el santuario mariano de Lourdes.
Pero el elegido fue el italiano Mariano Crociata, obispo de Latina-Terracina-Sezze-Priverno, confinado allí por Francisco al inicio de su pontificado, para castigarlo por el modo en que había desempeñado su anterior función de secretario general de la Conferencia Episcopal Italiana, juzgado por el Papa demasiado sordo a sus expectativas. Se trata de una llaga que aún perdura, visto el modo en que Francisco, al dar audiencia a la Comisión al final de la asamblea, mostró frialdad hacia el recién elegido Crociata y, en cambio, se mostró cálido al tributar un “reconocimiento” a lo que había hecho su predecesor Hollerich, que “¡nunca se detiene, nunca se detiene!”.
A favor de Crociata pesó seguramente el voto de los obispos de Europa del Este. Pero también fue importante el rol de los obispos de Escandinavia, autores de una carta a sus fieles sobre la cuestión de la sexualidad, difundida el quinto domingo de Cuaresma, que tuvo una fuerte resonancia en todo el mundo, precisamente por la novedad de su lenguaje y la solidez de su contenido, perfectamente en línea con la antropología bíblica y la doctrina católica derivada de ella, y por tanto opuesta a las tesis de Hollerich y sus compañeros. Al reseñarla en el diario laico “Domani”, el ex director de “L’Osservatore Romano” y profesor de literatura cristiana antigua Giovanni Maria Vian vio en esta carta del pequeño catolicismo escandinavo el fruto benéfico “de esas minorías creativas presentes en las sociedades secularizadas, como ya había previsto hace más de medio siglo el joven Joseph Ratzinger”.
En síntesis, nada hace presagiar que el sucesor de Francisco pueda ser un Hollerich o alguna otra persona del círculo papal. El cardenal sino-filipino Luis Antonio Gokim Tagle, señalado muchas veces como candidato papal, también está desde hace tiempo fuera de juego, caído en desgracia con el propio Bergoglio.
Pero son sobre todo los confusos “procesos” puestos en movimiento por el actual pontífice, con el consiguiente y creciente desorden doctrinal y práctico, los que perjudican la elección de un sucesor que quiera seguir por el mismo camino.
La fracasada reforma de la curia, claramente manifestada en el proceso sobre la malversación de Londres, que cada día deja más claro que el Papa lo sabía todo y lo aprobaba todo, y el cúmulo de fracasos en política internacional, desde Rusia a Nicaragua pasando por China -que en los últimos días ha impuesto incluso a “su” nuevo obispo de Shanghái sin consultar siquiera a Roma, desafiando el tan promocionado acuerdo-, también forman parte de este desorden, inexorablemente destinado a producir, cuando se llegue el cambio de pontificado, la voluntad de marcar un giro decisivo, por parte de un arco muy amplio del colegio cardenalicio, incluso entre los muchos nombrados por Francisco.
De la misma manera que suscitan malestar y críticas las bromas vacías a la hora de abordar la lacra de los abusos sexuales: desde el caso del jesuita Marko Ivan Rupnik, aún protegido por el Papa pese a la extrema gravedad de los hechos constatados, hasta la dimisión de la Comisión para la prevención de estas fechorías del también jesuita Hans Zollner, hombre clave en esta comisión deseada y creada por Francisco, pero descontento con su funcionamiento.
Sobre el trasfondo de este estado de confusión había venido creciendo, en la terna de posibles sucesores, la candidatura del cardenal Matteo Zuppi, arzobispo de Bolonia y presidente de la Conferencia Episcopal Italiana.
En él se veía al hombre capaz de continuar el camino iniciado por Francisco, pero en una forma más amable y ordenada, menos monárquica y sin la continua alternancia de aperturas y cierres que caracteriza al actual pontificado. Además, en su apoyo en la marcha hacia el cónclave, Zuppi puede contar con el formidable lobby de la Comunidad de San Egidio, de la que es miembro histórico. Con astucia, tanto él como la Comunidad han evitado siempre tomar posiciones claras sobre temas controvertidos como la homosexualidad, el clero casado, las mujeres sacerdotes, la democracia en la Iglesia y la guerra de Ucrania, con el efecto de obtener cierto consenso incluso entre los cardenales más moderados. El fundador y jefe indiscutible de la Comunidad, Andrea Riccardi, historiador de la Iglesia, también se cuida de formular sólo juicios positivos sobre el pontificado y la persona de Bergoglio.
Pero últimamente la locuacidad de Zuppi -expresada en un diluvio de entrevistas a imitación del aún más locuaz Francisco- ha hecho cada vez más evidente la ambigüedad en la que flota. Abunda en palabras, pero en temas que dividen sigue siendo vago. Hay quien le ha comparado con Zelig, el camaleónico personaje inventado por Woody Allen, aplaudido por todos sin molestar nunca a nadie. Demasiado poco para atar y unir, en la tierra como en el cielo.
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